La Casa de mis Abuelos

En la casa de mis abuelos pasábamos la mitad del tiempo. La casa de Tita y Abo era el puerto seguro donde encallábamos algunos horas a la semana...

En la casa de mis abuelos pasábamos la mitad del tiempo. Mis papás se habían separado y entre el y venir de una casa a otra, la casa de Tita y Abo era el puerto seguro donde encallábamos algunos horas a la semana... ese lugar estable donde siempre había comida cocinada por Dora (para conocer la vida de Dora, leer mi entrada: Dorita), donde todo era siempre familiar y donde siempre habia una rutina.

A las 11 am se veía la novela mexicana, a las 12 bajábamos al gran comedor en esa sala hermosa con mosaico de madera puesto a mano... se almorzaba siempre arroz y frijoles con alguna carne y vegetal y se comía alguna fruta de postre. Durante la hora del almuerzo, Fadrique y yo nos metíamos debajo de la mesa a pellizcarle los pies a quien estuviera comiendo. Mi abuelo se sentaba en el sofá a escuchar música clásica y luego jugábamos escuelita en el cuarto de Tita donde mis abuelos eran mis alumnos y yo era la maestra. Me acuerdo que yo me ponía muy enojada con ellos cuando no me ponían atención y mi abuela se reía tanto de mí.

También recuerdo que ella se acostaba en la cama y pretendía ser un caballo que nosotros cabalgábamos y luego nos tiraba al suelo que era un río de pirañas.

 Yo le ponía a Fadrique la cinta métrica alrededor del cuello y lo caminaba alrededor de la casa mientras el saltaba diciendo Pichí, Pichí. Era mi pajarito. 

Los sábados nos subíamos al carro de Abo. Un carro blanco como un raspa hielo y nos íbamos a la finca de Alajuela a nadar en la piscina. A Abo le encantaba nadar. Siempre parábamos en la misma panadería a comprar rosquillas. Nunca se me van a olvidar esas rosquillas teñidas de rojo que cuando terminábamos de comerlas nos enrojecían las manos de dulce y amor de abuelos.

Su casa fue testigo de la adolescencia de mi papá y su hermano, y en sus épocas, las fiestas señoriales con la alcurnia de San José, cuando mi abuelo era un famoso cardiólogo. Pero esas mismas paredes luego también nos acogieron a mí y a mis hermanos, los únicos nietos.

Había un perro imaginario en el jardín y Dora nos decía que nos iba a soltar al perro. Luego nos correteaba por las escaleras.

Puedo oler cada espacio de esa casa como si fuera ayer. La cocina huele a empanadas de queso, café recién chorreado y gallo pinto tostado...

Esa casa ya no es nuestra. Mi papá la vendió cuando Tita murió.

Cada vez que voy a Costa Rica camino frente a esa casa. Las personas que la compraron no le han puesto mucho amor, de hecho la convirtieron en una estructura cuadrada sin ventanas, tétrica.

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